ESPAÑOL GRADO NOVENO
martes, 11 de febrero de 2014
jueves, 9 de agosto de 2012
El rifle
La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes están de gala, de alegría y paz en el señor. En esa víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación de chicuelos y de papás, cuantos juguetes, comestibles y ociosidades han creado las industrias nacionales y extranjeras. Gentes de toda clase y condición atisban aquí, husmean allá, trasiegan por dondequiera, en busca de los regalos que, en aquella noche de venturanzas, ha de traer el Niño Dios a la rapacería de la familia. Demandaderas y sirvientes van y vienen, cargados de cajas y envoltorios; los obsequios se cruzan, los presentes se cambian, mientras la horda mendicante implora e implora en ese momento cristiano en que los corazones se ablandan.
Un caballero, de aire noble y ya
maduro, observa desde una esquina del Capitolio aquel agitarse vertiginoso de
la colmena. Su aire revela hondos pesares. ¿Cómo no? Es un señor sin hijos,
separado de su mujer y forastero en la capital. La soledad y el hielo de su
vida le acosan en este día en que se rinde culto a la familia, se prende el lar
de los afectos y se piensan en los ausentes y en los muertos queridos.
La felicidad que nota en tanta cara
extraña le hace más acerba su desgracia.
- |¿Embolo mesio? -le dice un
granujilla hasta de once años, con voz arrulladora de súplica. El hombre hace
una señal de asentimiento, pone un pie sobre la caja y el menestralillo
empieza.
Está astroso, desharrapado, roto;
pero sus manitas y sus pies son escultóricos, sus uñas encañonadas y pulidas.
En medio de aquel desaseo se adivina en esas extremidades el proceso de una
estirpe aristocrática. En torno del raído casquete se alborotan unos bucles
castaños que enmarcan una carita de tono ardiente, con facciones de ángel. Hay
en sus movimientos, manipuleo y ademanes, esa gracia indecible de los niños
cuando ejecutan con esmero algún trabajo.
El hombre lo estudia.
-¿Cómo te llamas?
-¿Yo, patroncito? Me llamo Tista
Arana.
Y muestra unos dientes de rata, y
pone en el señor unos ojos rasgados, claros y luminosos como la mañana.
-¿Tienes padres?
-No tengo más que mi madrina. Mi
madrecita se murió cuando tenía seis años. ¡Era muy linda! Y mi taita me llevó
donde mi madrina. Como vivía en la casa de junto... El taba casao con ella.
-¿Y murió también tu padre?
-Se cayó de un andamio, aquí en el
Capitolio, y se le salieron los sesos.
-¿Y tu madrina te quiere mucho?
-Ni sé qué le diga a su mercé.
-¿Te pega?
-Me curte muy duro cuando no le
junto hartos pesos y cuando toma chicha, y también cuando se me rasga la ropa.
Ayer me jartó a totes. Es muy fregada.
-¿Y cuánto ganas al día?
-¿Yo, patroncito? Pues unas veces
apenas pa pagale la comida, que son doce pesos, y otras, cuando más, algunos
veinticinco. Los grandes sí consiguen mucho.
Pasa a éstas un fámulo con unos
paquetes, y, al caérsele uno, salta al andén un riflecito sumamente cuco.
-¡Cómo gozarán los hijos de los ricos!
-exclama Tista medio transportado-. ¡Vea ese rifle patroncito!
-¿Quisieras uno así?
-¿Y qué me gano con querer?
-Pues, ¡quién sabe!
El señor le paga veinte pesos por
el lustre y lo lleva a un almacén para que escoja un rifle o lo que quiera.
El rapaz no puede creer aquel
sueño, no puede comprender acto tan raro. Pensara que el patroncito se burla, a
no ser por la paga tan enorme que ha recibido. Entra tembloroso, la cabeza
baja, cambiando de colores. No puede oír, no puede hablar. Pero uno de los
dependientes, que sabe su oficio, viene en su ayuda. Que escogiera el chico
zoquete lo que a bien tuviese ya que la fortuna le sorprendía. Le alcanza
tambores, espadas, cornetas, carros, animales. |Un rifle, articula al cabo el
chicuelo. Le sacan varios, y elige uno de salón y aire comprimido. ¡Qué
maravilla! La lata parece acero, la caja es un primor y mide casi una vara.
"No es tan zoquete", dice una compradora. ¡Qué zoquete es un experto!
En su turbación desarticula el arma, y, con sus trémulas manitas, hace jugar el
mecanismo. Le dan un dardo amarillo, lo pone con precisión y hace puntería con
mucha monada a un elefante. A ser blanco le acertara el Guillermito Tell en la
propia trompa. "¡Qué chirriado!", exclaman. Explica, entonces, cómo ha
visto el tiro en el salón del Bosque y cómo los niños de un míster le han
prestado sus rifles cuando ha ido a Chapinero a lustrarles el calzado.
Una docena de flechas acompaña el
rifle. Le envuelven todo aquello y lo recibe en un desvanecimiento de ensueño.
Dos granujas del oficio y varios mendiguillos le rodean. ¡Qué envidia la de
aquellas criaturas! ¡Qué bocas las que abren! ¡Cómo se les transfigura el
colega y cómo miran al caballero extraordinario! El caballero paga y sale
apresurado. Ya no tiene cara triste: tres pesos de dicha verdadera, bien pueden
aliviar un millón de pesadumbres. Pero va pensando, a la vez, que la vida tiene
muchos dolores absurdos.
Tista le alcanza, con los ojos
humedecidos.
-¡Dígame su mercé ónde vive p'ir a
embolarle de balde todos los días y hacerle los mandaos!
-¡Gracias, Tista Arana! Ya no
podrás servirme mucho: pasado mañana me voy.
-¿A dónde, patroncito?
-A Cúcuta, donde estoy a tus
órdenes.
-¡A Cúcuta!... (Y una ráfaga negra
pasa por aquel cielo).
-¿Y cómo se llama su mercé?
-El señor Equis. Para servirte.
Y el señor Equis se embebe entre la
turbamulta de la calle.
Los granujas siguen a Tista, lo
cercan, se lo disputan, lo adulan. Aquel rifle caído del cielo le ha
conquistado en un instante alta posición y gran renombre. Sino que aquel
corazón de niño, que no ha sentido el hálito de otro corazón hidalgo; que al
abrirse a la vida del afecto, no ha conocido un sér que le proteja, que por su
sér se interese, que le arroje un mendrugo de cariño, siente ahora, con esa
intución de la niñez desamparada, haber entrevisto la felicidad para perderla
al punto. Esto, que el inocente paria no puede comprender, le amarga la
posesión repentina de su tesoro.
-¿Dónde será Cúcuta, ala? -dice al
más prócer de sus flamantes tagarotes.
-Eso es muy lejos: ¡por allá en los
Llanos!
-¿No es cierto, ala, que el señor
Equis no me dio limosna como a un chino sucio, sino que me dio un regalo como a
un niñito suyo? Es un señor muy bueno.
-Sí: eso fue un regalo que vale
mucha plata. ¿No viste, pues que pagó tres billetes de cien pesos? Vendélo pa
que comprés ropa.
-¡No, ala! Yo quiero más mi rifle
que muchos fluxes. Yo mantenía mucha gana de rifle y me lo dio él.
Yo consigo esta noche el blanco y
mañana me voy a tirar al Chorro de Padilla. Yo compro más flechas cuando se me
acaben. Yo se apuntar mucho.
Tiró calle arriba, hacia su casa,
no tanto por buscar el almuerzo, cuanto por guardar el regalo y contarle a su
madrina la estupenda historia. Vivian por Las Aguas, en esa barriada que se
extiende falda arriba, entre eucaliptus y cerezos, como banda dispersa de
perdices. José Luis, el geógrafo consejero, le sigue hasta allá, por ver si
estrenan el arma envidiada.
La niña Belén, madrina del héroe,
está a la puerta, medio tomada por la chicha. Oye el relato, admira el rifle ve
cómo se maneja; pero no encuentra el acontecimiento verosímil. Si era hurto de
los dos facinerosos, que se confesaran con Cristo. Ni el llanto del uno, ni las
protestas del otro, ni la entrega de los dineros ganados, la sacan de su
sospecha. Tanto moteja a José Luis de instigador y urdemales que el pobre no
tiene más remedio que marcharse a la estampía.
-¡Guardá eso horita mismo! -le
vocea al triste moco- suelo-. Y yo averiguaré hoy mismo diónde lo sacastes. ¡Y
ya sabés!: si vienen aquí los policías a poner pereque, te doy una muenda que
te habés de acordar de yo toda tu puerca vida! Andá a almorzar y salí ligero
pal trabajo, que hoy es día bueno y mañana necesito pa las Pascuas.
¡Caramba con su madrina! Mientras
más trabada la lengua, más violenta para echarle a él unas de machete y otras
de cañafístula. ¿Por qué sería así su madrina? El cuitado, entre si rabio o
lloro, guarda rifle y flechas bajo la estera del camastro calandrajiento donde
dormía, por allá en el rincón más oscuro del tugurio. Toma en volandas el
pedazo de pan negro, las dos papas y el plato de cuchuco, ya con nata arrugada
por el frío, y... otra vez en busca de la vida.
II
La niña Belén cierra las puertas de
su alcázar, se tira sobre el jergón y descabeza un sueñecito de dos horas.
Despiértase tan bien, que hasta se siente hermosa y más apta que nunca para la
pelea.
No es ni vieja: apenas frisa en las
tres docenas; y a no ser por los efectos de la chicha, que ya principian a
manifestarse en ese cuerpo gentil, aún quebrara corazones la viuda del maestro
Arana.
Por lo mismo que su matrinomio no
fue, propiamente, el paraíso de las dichas, ni ella el espejo de las casadas,
aspira a segundas nupcias; que un clavo saca otro clavo, y al ladrón
arrepentido hay que dejarlo entrar para que muestre su enmienda.
Es su designado para tan alto
puesto nada menos que el maestro Ricardo Albarracín, viudo con dos hijos,
zapatero de viejo, que tiene por allí cerca un simulacro de taller. Y como el
amor fue siempre la gran fuente de inspiraciones, cátame que a la niña
Belencito le viene, en tal momento, una idea, una idea redentora. Dicho y
hecho.
Hace arqueo, saca plata y sale; se
entra en un tenducho; merca por treinta pesos un mamarracho de muñeca,
manufacturada en el país y hasta una libra de confites ordinarios. Torna a su
casa, se emperejila, se pone cintajos en la cabeza, se echa encima los mejores
trapos. Saca las flechas y el rifle; trata de doblarlo y no puede. Se lo amarra
entonces en la cintura con la caja hacia arriba y cubre el cañoncito con el
delantal. Toma lo otro, cubre todo con el pañolón, cierra y... caminito de mi
dicha.
Ni el más leve escrúpulo la
escuece. ¿Por qué? ¿Qué iba a hacer ese chino feróstico con el tal escopetín?
Holgazanear, molestar, poner pereque o matar a algún cristiano. Sí. Era muy
capaz de eso y de mucho más si a mano le venía. Si era tan perverso como la
infame que lo había echado al mundo; un culebrón, una tatacoa. ¡El zarcucio
éste la tenía jubilada. No había salido de él porque... porque siempre la
ayudaba! ¡Valiera la verdad!
Era la niña Belén una de tántas
infelices que llevan en su sangre la tuberculosis del vicio. Nacida y criada
entre el foco fue un milagro el que hubiese conservado sus pulmones hasta su
matrimonio. Pero este santo estado, que a tántos salva, la perdió a ella de un
modo galopante. No pudo, por más que lo pidiese a cuanto Cristo hubo, juntar a
la de esposa la corona de madre, ni supo guardar aquélla cual debiera. El tal
Arana le resultó, desde el principio, muy partidario de la poligamia; y ella tuvo
por lógico y equitativo acogerse a la ley mosaica de ojo por ojo y diente por
diente.
Las mutuas hazañas de aquel
matrimonio endiablado se resolvían en una epopeya palpitante de pescozones a la
aurora y escandaleras al ocaso. El cónyuge le prendió, junto al suyo, otro lar,
con mucha leña y mucha llamarada. En él se recogía, porque lloviera o porque
hiciese sol; en él cifró sus delicias; en él se consiguió lo que no pudo en la
incubadora bendecida: un polluelo, como un sol. Pero lo bueno nunca dura. Murió
el ave de arrullo melodioso y el nido se deshizo. ¿Qué iba a hacer el pobre
pajarraco? Traerle el pichón a la gorriona abandonada para que lo abrigase bajo
el plumaje helado de una maternidad postiza.
Sentíase la mísera en la picota del
ridículo. Así y todo bregó por querer de algún modo aquel inocente; que no hay
mujer que no sea madre en cualquier forma. Mas no pudo mover aquel cariño. En
ese corazón leproso no había una fibra siquiera donde pudiesen brotar tan
santas caridades. Por fortuna que el padre velaba por su chico y le asistía
cuanto un hombre pueda hacerlo. Tánto le quiso que cualquier día le reconoció
por escritura pública. Esto envenenaba más, si era posible, a la esposa
infecunda. Preparándose estaba para abandonar por siempre aquel techo que le
era insoportable, cuando le llevaron muerto y destrozado al esposo aborrecido.
Y era tal el tósigo que acendraba aquella entraña, que la viuda sólo vio en
aquella tragedia el castigo del culpable y su propia liberación.
A más no poder retuvo en el suyo al
huerfanillo: amigos y allegados, lograron que entendiese que si le abandonaba
en manos extrañas, ponía en riesgo la mitad de dos barracas y de un lote, que
le pertenecían legalmente, como herencia de su marido. Ni escuela ni enseñanza
de ninguna especie para aquella criatura que parecía sobrar en la tierra. Su
dulzura y docilidad las tomaba la madrastra a hipocresía y falsedad, viendo en
él trasunto fidelísimo de su madre. Pronto lo mandó a mendigar y, como era tan
lindo y tan simpático, como imploraba con una vocecita deliciosa, siempre
llevaba algo a la casa. El mismo, sin que a Belén se le ocurriese tal oficio,
se fue entablando en el de limpiabotas, y figuraba en el gremio como el más
chiquitín y andrajoso. De ahí adelante lo fue explotando, a más y mejor, la
desgraciada mujerzuela.
Henchida de esperanzas se encamina,
un tanto envarada por el rifle, al taller de su adorado tormento. Hállalo solo
y muy apurado, porque tiene compromisos para el día siguiente, y el oficialillo
aprendiz ya se ha declarado en vacaciones. Harto se le alcanzan al remendón las
pretensiones de la viuda, de quien tiene las peores referencias. Así es que se
pone en guardia acogiendo a la sirena con alguna displicencia. Pero ella no
amaina por tan poco. Todavía en pie, le dice muy seductora:
-Hoy no vengo a hacerle ningún
encargo, Ricardito. Es que tenemos, esta noche, una parrandita, donde mi
comadre Isaura Primisiero; y, como yo soy una de las alferas, vengo a
convidalo. ¿No es cierto que no me desaira?
-Mucho le agradezco (sin levantar
los ojos del trabajo). Y, desde que pueda, iré con mucho gusto; pero creo que
no acabo hasta muy tarde.
-Asómese, aunque sea un momento.
Hay novena y van unos piscos que tocan primoroso y una muchacha calentana que
canta muy bien. ¡Vaya que no le pesa! ¡Allá verá los bambucos que vamos a
echar!
-Haré lo posible; pero no quedo
comprometido.
-¡Vaya! No le hace que sea tarde.
Venía, también, a trele los aguinaldos pa sus dos chinitos. Como soy tan reservada
pa todas, pa todas mis cosas, los treigo muy escondidos. ¡Vea cómo vengo! (Alza
él los ojos; ella pone en la mesa flechas, muñeca y confites y se zafa el
rifle). Resulta que, como tengo tántas amigas que tienen chinos, no alcanzo pa
todos. Esto no es más que pa los preferidos. Este riflecito, con la cajita de
flechas, pa Estebitan; la mona pa Carmencita; y estos confites pa que se los
reparta a juntos.
-¡Pero, Belén!... ¿Cómo se puso en
ésas? -exclama el padre, deponiendo un tantico sus esquiveces.
-¡Eso no vale nada, Ricardito! Y pa
eso semos las amigas: pa complacer a los amigos en lo que podamos. Y vea: yo
qu'estos que estos regalitos se los dé usté, como cosa suya. La gente es tan
fregada que, si comprende qu'es es regalo mío ¡quién sabe lo que dirán!
Belén se sienta; Ricardo
desenvuelve el rifle.
-¡Ah, caray! ¡Este es un regalo de
rico! Esto le debió costar muchísimo... Con la mona y los dulces era
suficiente.
-Yo quiero regalarle a Estebitan
algo que le llame la atención: como está tan grande y tan entendido y tan
chirriao... A la niña, como toavía está tan patojita, ai le compré ese
embustico. Es hasta pecao dale juguetes buenos a los chiquitos, pa que los
rompan al momento.
Ricardo examina el arma, presa de
encontradas cavilaciones. Calcula su precio y los recursos de la regaladora y
aquello no lo compagina. La viuda se va ofuscando.
-Vea, niña Belén, -murmura luego-.
Con mucha pena le digo que no es decente que yo le acepte este regalo. Usté
quiere que pase como mío y yo soy un hombre muy pobre. Debo dos meses del
arriendo del rancho; y el dueño, que vive en la casa de junto, me ha amenazado
con quitarme los muebles, si no le pago al fin del mes. Si él ve este rifle a
mi muchachito, me pega la insultada del siglo. Con que mejor sería que le hiciera
el regalo a otro amigo más pudiente.
-¡Imposible, Ricardito! ¡Eso sería
un desaire horrible! Hagamos una cosa...
Suspende, se queda lela, la cara se
le desfigura. A estar en pie, se fuera al suelo redonda. En la puerta ha
surgido, como brotado de la tierra, Tista en persona. Trae sobre la caja de su
oficio un disco de cartón. Los tres guardan espectante silencio. Al fin lo
rompre el rapazuelo.
-Madrina: aquí le treigo lo que
junté. Me vine desde ahora, porque no hay a quién embolale: to los cachacos y los
guaches de botines tan ya emparrandaos. Ya los policías saben que el rifle no
es robao. Yo y José Luis les contamos todo y llevamos testigos. El señor que me
lo regaló no se llama nada el señor Equis es un dotor de leyes que se llama
Javier Villablanca. Vive en el |Hotel Astor. Fuimos ond'él, y él le dijo,
también, al policía; y...
-¿Es éste el rifle?
-Por supuesto, mestro Ricardo. Y
¿pa qué lo trajo, madrina?
Belén salta del asiento y se
dispara a la calle. El zapatero, descompuesto y tembloroso, agarra el resto del
regalo y se lanza tras ella.
-¡Vea, misiá Belén!, le grita
ronco. Llévese su mona y sus confites, no sea que resulten con dueños.
Oye ¿cómo no oír? Pero no vuelve el
rostro. Va volando, sonámbula, enchichada con un brebaje enloquecedor, que nunca
ha probado.
El remendón no acaba de enterarse,
por que Tista, por instinto de hidalguía y por temor de su madrastra, trata de
tergiversarle los hechos. Ricardo lo despacha, enhoramala, con todos los
presentes.
¡Oh, su madrina! ¡Quería regalarle
su rifle al chino Esteban! ¿Por qué sería así su madrina? Su corazoncito se le
va apretando. Siente angustia, susto, piensa unas cosas vagas que le causan
miedo y que le dan tristeza. Ya no piensa en ir, después de la comida, a
estrenar el arma. Ya no se ufana de llevarla, ni de ser su dueño exclusivo. No
se le ocurre tampoco, probar de los confites.
Prosigue indeciso. ¿Subiría o no a
la casa, desde ahora? Tiene que subir, irremediablemente, para entregarle a su
madrina la plata y la encomienda. ¿A qué se exponía, si no? Avanza, pero se
ditiene en cualquier parte, ensimismado y caviloso. Encuentra conocidos y no
les ve; le hablan y no les oye; le rodean, y se retira. "¡Chino gediondo!
¡Chino creído!" -le grita un émulo-. "¡No cabe en el pellejo por ese
rifle!" -le grita otro-. "¡Te lo robaste, ladrón! ¡Sos un
ladrón!". Nada contesta. Sigue despacio, y por ahí se sienta en un pretil.
¡Ay! ¡Si él se fuera para Los
Llanos, con el doctor Villablanca! Le lustraría el calzado, le limpiaría la
ropa, le ensillaría el caballo, le pondría las polainas y el espolín; le haría
todo, sin que le pagase un peso. Y no le hacía que el doctor le curtiese. De él
no le dolerían ni regaños ni totes. Era un patrón tan bueno, tan bizarro con
los pobrecitos. ¡Ay, Los Llanos!
Pasan niñeras e institutrices, con
sus chiquitines que vuelven de meriendas del |Chorro de Padilla. Pasan
carruajes que van de francachela hacia |La Cuna de Venus; pasan las murgas de
artesanos punteando sus liras, rasgando sus tiples; pasa gente regocijada y
bulliciosa; y Tista, en el pretil, apoyado en el rifle. ¿Por qué se estaría
acordando, ahora de su madrecita? ¡Era tan linda! ¡Le daba tántas cosas!
Una nube se desgrana pletórica y
Tista corre. Cuando se acerca a la barraca, asoma la madrina, le llama por
señas y se entra. No bien el chico traspasa aquel umbral, la puerta gira rauda;
Belén tuerce la llave y la tormenta estalla. "¡Este arrastrao! ¡Este
bandido!". Le arrebata frenéticamente el rifle y, contra un banco, contra
una piedra, con los pies, con las rodillas, con los dientes, lo abolla, lo
tuerce, lo quiebra, logra partirlo. Sale al patinejo, contra el vallado termina
la obra y lanza, falda abajo, pedazo por pedazo. Vuela adentro, hace añicos la
muñeca, avienta los confites, salta, pisotea, pulveriza, epiléptica, posesa.
Tista, hasta entonces paralizado,
da un alarido de dolor y espanto. Se queda seco y articula luego:
-¡Me lo quebró, me lo botó, porque
el maestro Ricardo no la quiere!
-¡Callá, desgraciao... o te mato!
Le ase de la greña, le arrastra, le
da contra el suelo.
- ¡Máteme, madrina! -grita
enloquecido-. Máteme, pero es por eso! ¡No la quiere! ¡No la quiere!
Lo pisa, lo golpea. No lo aplasta
de una vez, porque ella misma da consigo en tierra, presa de espantosas
convulsiones. Tista brinca, como una rana, y se mete debajo de una mesa. Echa
sangre por boca y por narices.
Belén sigue en el suelo
revolcándose. De pronto da un corcovo y queda rígida. El niño aceza, acurrucado
en su escondite. El agua cae a torrentes y la noche se inicia.
La hembra se sacude al rato. Da un
corcovo y se encabrita. Llora y suspira, gime y solloza. Mucho ha sufrido en
esta perra vida; pero esta afrenta indecente ¡ni en su infierno! Se muere. Mas,
¡qué morir, ni qué demonios!: ¡Chicha!, ¡mucha chicha! ¡Aguardiente!, ¡harto aguardiente!
¡Y reñir y acabar, con esa tolimense tiznada!
Se alza, se estriega, se yergue.
-¡A ver la plata, maldito!
-vocifera trágica.
Tista busca entre sus desgarrones y
le entrega lo que encuentra. Trastea ella por un baúl y saca un puñalejo,
recuerdo de un su amigo. Sale en seguida, y deja bajo llave al infeliz.
Apenas solo, desata los raudales de
su llanto. Tiembla, tirita, los golpes le duelen, le duelen mucho. Tan pronto
le viene un frío que le llega hasta los huesos: tan pronto un calor que le
sofoca. Siente sed, siente que su carita se crece en dolorosa tirantez, que sus
ojos se van tapando. Se tira en su esterilla. No sabe si duerme, o si vela o si
sueña. Le parece que oye horas, que oye cohetes y músicas lejanas. Al fin oye
claro y distinto las campanas. Repican muy recio.
Los ángeles entonan el |Gloria in
excelsis Deo y el niño se arrodilla e impreca: "¡Madrecita querida!
¡Lleváme p'onde vos! ¡Ya no quiero ir a Los Llanos! ¡Lleváme madrecita!".
SIMÓN EL MAGO
Entre mis paisanos
criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer
de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de
nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate,
es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no
fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande.
¡Mis hermanas
cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan
oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo
crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar
de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa
de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del
cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde
cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar
toda reprensión.
¡Estos rigores
paternales, bendito sea Dios, no me tocaron!
¡Sólo una vez en
mi vida tuve de probar el amargor del látigo!
Con decir que fui
el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal
blandura.
Todos en la casa
me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y
mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo
consagré a Frutos!
Al darme cuenta de
que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y
querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad,
parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me
antojara.
Frutos corría con
la limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni
los estregones de la húmeda toalla me molestaban cuando me limpiaba "esa
cara de sol", ni sufría sofocones cuando me peinaba, ni me lastimaba
cuando con una aguja y de un modo incruento extraía de mis pies una cosa que
... no me atrevo a nombrar.
Frutos me enseñaba
a rezar, me hacía dormir y velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el
tazón de chocolate.
¿Qué más? Cuando,
antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos esperándome con la
arepa frita, el chicharrón y la tajada.
Lo mejor de las
comidas delicadas en cuya elaboración intervenía Frutos -que casi siempre
consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas-, era para
mí.
¡Válgame Dios! ¡Y
las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie del naranjo; ponía en el
reguero una batea recostada sobre un palito; de éste amarraba una larga cabuya
cuyo extremo cogía, yendo a esconderse tras una mata de caña a esperar que
bajara el "pinche" a comer... Bajaba el pobre, y no bien había
picoteado, cuando Frutos tiraba, y ¡zas!... ¡Debajo de la batea el pajarito
para mí!
Cogía un palo de
escoba, un recorte de pañete y unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por
allá, me hacía unos caballos de ojo blanco y larga crin, con todo y riendas,
que ni para las envidias de los otros muchachos.
De cualquier
tablita y con cerdas o hilillos de resorte me fabricaba unas guitarras de
tenues voces; y cátame a mí punteando todo el día.
¡Y los atambores
de tarros de lata! ¡Y las cometillas de abigarrada cola!
Con gracejo para
mí sin igual contábame las famosas aventuras de Pedro Rimales -Urde, que llaman
ahora-, que me hacían desternillar de risa; transportábame a la "Tierra de
Irasynovolverás", siguiendo al ave misteriosa de "la pluma de los
siete colores", y me embelesaba con las estupendas proezas del
"patojito", que yo tomaba por otras tantas realidades, no menos que
con el cuento de "Sebastián de las Gracias", personaje caballeresco
entre el pueblo, quien lo mismo echa una trova por lo fino, al compás de
acordada guitarra que empunta alguno al otro mundo de un tajo, y cuya narración
tiene el encanto de llevar los versos con todo y tonada, lo cual no puede
variarse so pena de quedar la cosa sin autenticidad.
Con vocecilla
cascada y sólo para solazarme entonaba Frutos unos aires del país -dizque se
llamaban "Corozales"-, que me sacaban de este mundo: ¡tan lindos y
armoniosos me parecían!
Respetadísimos
eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario estando Frutos a mi lado era
pensar en lo imposible. Que "¡Este muchacho está muy malcriado!",
decía mi madre; que "¡Es tema que le tienen al niño!", replicaba
Frutos; que "¡Hay que darle azote!", decía mi padre; que "¡Eso
sí que no lo verán!", saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando
conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase.
¡Y cuando yo le
contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa! ¡Las cosas que
salían de esa boca contra ese judío, ese verdugo de maestro; contra mamá,
porque era tan madre de caracol y tan de arracacha que tales cosas permitía;
contra mi padre, porque era tan de pocos calzones que no iba y le metía unos
sopapos a ese viejo malaentraña! Con ocasión de uno de mis castigos escolares
se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se puso a la puerta de la
calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se le encara midiéndole
puño, y con enérgicos ademanes exclama: "¡Ah, maldito! ¡Pusiste al niño
com'un Nazareno! Mío había de ser... pero mirá: ¡ti había di'arrancar esas
barbas de chivo!". Y en realidad parecía que al pobre maestro no le iba a
quedar pelo de barba. El dómine, que fuera de la escuela era un blando céfiro,
quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo "me la saqué", porque
Frutos en los días de azote o férula me resarcía con usura, dándome todas las
golosinas que topaba y mimándome con mil embelecos y dictados a cual más
tierno: entonces no era yo "El niño" solamente, sino "Granito
di'oro", "Mi reinito", y otras cosas de la laya.
En casa el de más
ropa que relevar era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que "el
niño" estaba en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas,
que, quieras que no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual,
sino al gusto de Frutos.
De todo esto
resultó que me fui abismando en aquel amor hasta no necesitar en la vida sino a
Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir sino para Frutos; los demás de la
casa, hasta mis padres, se me volvieron costal de paja.
¿Qué vería Frutos
en un mocoso de ocho años para fanatizarse así? Lo ignoro. Sólo sé que yo veía
en Frutos un ser extraordinario, a manera de ángel guardián; una cosa allá que
no podía definir ni explicarme, superior, con todo, a cuanto podía existir.
¡Y venir a ver lo
que era Frutos!
Ella -porque era
mujer y se llamaba Fructuosa Rúa- debía de tener en ese entonces de sesenta
años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos maternos. Terminada la
esclavitud se fue de la casa, a gozar, sin duda, de esas cosas tan buenas y
divertidas de la gente libre. No las tendría todas consigo, o acaso la
hostigarían, porque años después hubo de regresar a su tierra un tanto
desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo, y, según ella,
disfrutado mucho más!
Encontrando a mi
madre, a quien había criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa
como sirvienta en lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años
desempeñó tal encargo con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y
llevándola siempre al estricote con mi madre a causa de su genio rascapulgas y
arriscado, si bien muy encariñada con todos allá a su modo, y respetando mucho
a mi padre a quien llamaba "Mi Amito".
Mi madre la quería
y la dispensaba las rabietas y perreras.
Frutos había
tenido hijos; pero cuando mi crianza no estaban con ella, y no parecía tenerles
mucho amor, porque ni los nombraba ni les hacía gran caso cuando por casualidad
iban a verla. Por causa de la gota que padecía casi estaba retirada del
servicio cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa hizo más de lo
que sus fuerzas le permitían. A no ser porque su corazón se empeñó en quererme
de aquel modo no soportara toda la guerra que la di.
Frutos era negra
de pura raza; lo más negro que he conocido; de una negrura blanda y movible,
jetona como ella sola, sobre todo en los días de vena que eran los más, muy
sacada de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora,
eso que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había
de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado que por delante
barría le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía blanquear,
enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar tuviese los
balanceos y treguas de la gente patoja.
Camisa con escote
y volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y
amorcillado; tapábase las greñudas "pasas" con pañuelo de color
rabioso que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir al
templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o
demás negocio callejero iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y
zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó.
¡Muy zamba y muy
fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía
unas distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no
me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el
suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que
permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, "porqui un blanco
-decía- metido en cuarto de negras, s'emboba y se güelve un
tientagallinas"; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y
eso que el tal paraje me atraía: cuestión bucólica. Sólo por Nochebuena podía
estarme allí cuanto quisiera, y hasta meter la sucia manita en todo; pero era
porque en tan clásicos días toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis
hermanos grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus
vueltas por allí, y sacaban con un chuzo, de la hirviente cazuela, ya el dorado
buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien haciendo del mecedor
revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por más allá,
formaba cráteres tamaños como dedales.
Las horas en que
yo estaba en la escuela, que para Frutos eran de asueto, las pasaba ésta en
hilar, arte en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en
la casa, huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. "El niño" era
antes que todo; sólo "el niño" la ponía de buen humor; sólo "el
niño" arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y
gruñidos.
Admirada de este
fenómeno, decía mi madre: "¡Este muchacho lo tendrá mi Dios para santo,
cuando desde niño hace de estos milagros!".
Al amparo de tal
patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y voluntarioso, ¡que no
había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba dándome de calabazadas contra
todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos alaridos acompañados de
lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o por morder.
Tía Cruz, persona
muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se permitió una vez decir delante
de Frutos que "el niño" estaba "falto de rejo". ¡Más le
hubiera valido ser muda a la buena señora! Frutos la hartó a desvergüenzas y la
cobró una malquerencia tan grande, que siempre que la veía resoplaba de puro
rabiosa.
Viendo los hilos
que yo llevaba, solía protestar mi padre, y hasta manifestaba conatos de zurra;
pero mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: "¡No te
metás, por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!".
Y como de todo lo
malo casi siempre me daba cuenta, comprendí que por este lado bien cogidos los
tenía, y me aprovechaba para hacer de las mías. Cuando veía la cosa apurada
"las prendía" a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino
del jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí... ¡como si
estuviéramos en la luna!
A medida que yo
crecía, crecían también los cuentos y relatos de Frutos, sin faltar los
ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas, materia en que tenía grande
erudición; e íbame aficionando tanto a aquello, que no apetecía sino oír y oír.
Las horas muertas se me pasaban suspenso de la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el
de aquella criatura! Mi fe y mi admiración se colmaron; llegué a persuadirme de
que en la persona de Frutos se había juntado todo lo más sabio, todo lo más
grande del universo mundo; su parecer fue para mí el Evangelio; palabras
sacramentales las suyas.
Narrando y
narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y aquí el
extasiarse mi alma!
Todo lo hasta
entonces oído, que tanto me encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas!...
¡Eso sí era la atracción de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara
todita su vida en cuerpo y alma!
Ser payasito o
comisario me había parecido siempre grande oficio; pero desde ese día me dije:
"¡Qué payaso ni qué nada! ¡Como brujo no hay!".
Cuanto entendía
por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi en la brujería. Las calenturas
del entusiasmo me atacaron.
A fuerza de hacer
repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria con
sus más nimios detalles.
Del cuento
pasábamos al comentario.
-¡Coger brujas -me
dijo una vez- es de lo más fácil! ¡Nu'es más qui agarrar un puñao de mostaza y
regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda! Y echa a pañar, a
pañar frut'e mostaza; y a lo qu'está bien agachada pañando, nu'es más que
tirale con el cintu'e San Agustín... ¡y ai mesmito qued'enlazada de patimano,
enredad'en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas asina, y las
amarraba de la pata di'una mesa; ¡pero la cocinera del cura era tan boba que
les daba güevo tibio, y las malditas s'embarcaban en la coca! ¡Consiá, cuandu'a
las brujas no se les puede ni an mentar coqu'e güevo porqui al momentico se
güelven ojo di hormiga.. ¡y se van!
-¡Ajáa! -dije yo-.
¿Y comu'hacen pa caber?...
-¡Pis! -replicó-.
¡Anté que si'achiquitan en la coca a como les da la gana! ¡María Santísima!
-¿Y no se pueden
matar? -la pregunté.
-Eso sí; peru'al
sigún y conjorme: si se les meti una cortada bien jonda se mueren; pero como
son tan sabidas, ellas mesmas se meten otra y s'empatan y güelven a quedar
güenas y sanas.
-¿Y matadas
comu'hacen?
-¡Tan bobo! ¿No ve
qu'ellas no se mueren del tiro sin'una qui'otra vez? Hay que tirales a toda
gana la primerita cortada pa que queden ai tendidas. ¡Pero con el cinto de mi
Padre San Agustín sí ni les valen marrullas!
-¿Y ondi'hay
d'eso? -prorrumpí.
-¿Cinto? -dijo mi
interlocutora con gesto de cosa dificultosa-. Eso es muy trabajoso conseguir:
tan solamente el obispo se lu'impresta a los curitas jormales.
-¡Amalaya que mamá
se lo mandara a prestar!... -exclamé entusiasmado.
-¡Ave María,
muchacho! ¿Y qué vas hacer con cinto?
-¡Eh! ¡Pues pa
coger brujas y amarralas de los palos!
A pesar de lo
difícil que era conseguir el cinto, salí en busca de mi madre con la empresa.
Halléla muy empecinada jugando al tute con otras señoras.
-Mamá... -le
dije-. Oigami' un escuchito... -y poniendo mi boca en su oreja la expuse mi
demanda, con ese secreteo susurrante de los niños.
Las señoras, que no
eran sordas, largaron la carcajada.
-¡Quitáte di'aquí,
empalagoso! -exclamó mi madre-. ¡De dónde sacará este muchacho tanto embeleco!
Salí rezongando y
muy corrido. En muchos días no pensé sino en cómo se conseguiría el cinto.
La
"brujomanía" se me desarrolló con tanta furia, que no hablaba sino
del asunto.
-¿Quién ti ha
metido todas esas levas? -díjome una vez mi hermana Mariana, que era la más
sabia de la casa-. ¡Nu'hay tales brujas! ¡Esas son bobadas de la negra Frutos!
¡No creás nada!
-¡Mentirosa!
¡Mentirosa! -le grité furioso- ¡Sí hay! ¡Sí hay! ¡Frutos me dijo!
-Y lo que dice
Frutos no puede faltar... ¡Como si Frutos fuera la Madre de Dios!...
¡Animal!...
-¡Pecosa! ¡Pecosa!
-aullé, embistiendo hacia ella con ánimo de morderla.
Me detuvo
cogiéndome por los molledos y estrujándome de lo lindo.
-¡Voy a contarle a
papá -dijo- para que te meta una cueriza, malcriado, que ya nu'hay quien
ti'aguante!
Corrí en busca de
Frutos, y, casi ahogado por el llanto, le grité al verla:
-¡Qué te parece,
Frutos!... ¡ji! ¡ji! ¡ji!... qu'esa boba Mariana me dijo quizque nu'hay
brujas!... ¡ji! ¡ji!... ¡quizque son cuentos que me metés!
Ella hizo una cara
como de susto; me enjugó las lágrimas; y cogiéndome de una mano con agasajo,
fuimos en silencio a sentarnos en un poyo detrás de la cocina.
-Vea, m'hijito -me
dijo-: es muy cierto qui'hay brujas... ¡puú!... ¡De que las hay, las hay!
Pero... ¡nu'hay que creer en ellas!
Mis ojos ya
enjutos debieron abrirse tamaños: tal fue mi sorpresa.
Aquello no podía
acomodarlo; pero Frutos lo decía, y así tenía que ser.
Hablamos de largo
sobre el tema, y como yo no perdía ocasión de desentresijarla, la pregunté:
-Y decime: ¿las
brujas son gente que se vuelve bruja, go es mi Dios que las hace?
-¡ No siá bobito!
Mi Dios nu'hace sino cristianos; pero se güelven brujas si les da gana.
-¿Y también hay
brujos?
-¡Nu'ha
di'haber!... ¡Pues los duendes!... ¿No l'he contao pues? Pero como no tienen
pelo largo como las brujas, no s'encumbran por la región sino que güelan
bajito.
- ¿Y cómo
si'aprendi a ser brujo?
Guardó corto
silencio, y luego, con aire de quien revela lo más íntimo, me dijo a media voz:
-Pues la gente
s'embruja muy facilito: la mod'es qui'uno si'unta bien untao con aceite en
toítas las coyonturas; se qued'en la mera camisa y se gana a una parti'alta;
y'así qu'está uno encaramao abre bien los brazos como pa volar, y dici'uno,
¡pero con harta fe! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡Y güelvi'a decir hasta
qui'ajuste tres veces sin resollar; y antonces si'avienta uno pu'el aire y
s'encumbra a la región!
-¿Y no se cai'uno?
-¡Ni bamba! Con
tal qu'el unto'sté bien hecho y se diga comu'es.
Sentí escalofríos.
No debía de saber que el arrodillarse fuera señal de adoración; que de saberlo,
viérame Frutos de hinojos a sus pies. Me había hecho el hombre más feliz; había
hallado mi ideal.
Esa noche, cuando
después de rezar me metí en la cama, repetía muy quedo: "¡No creo en Dios
ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!" y me dormí
preocupado con esta declaración de ateísmo.
Al día siguiente
muy de mañana corría yo por los corredores con los brazos abiertos y repitiendo
la embrujada fórmula. Mariana, que tal oye, grita: "¡Mamá! ¡Venga y verá
las cosas qu'está diciendo este ocioso!". Pero mi madre no alcanzó a
"ver" mi "dicho", porque antes que llegara había yo tendido
el vuelo a la calle, camino de la escuela. No sé por qué, pero me dio recelillo
de que mi madre me viera haciendo tales cosas.
A mi vuelta no
salió Frutos a recibirme. Fui a buscarla y a reclamar sus obsequios, y por
primera vez la encontré hecha la ira mala conmigo: que mamá había ido a
querérsela comer viva por las cosas que me contaba y enseñaba; que yo tenía la
culpa por "icendario"; y que ya sabía que no volviera a
"jorobarla" diciéndole que me contara cuentos, porque así como era
tan "picón"...
Al almuerzo me
dijo mi padre con una cara muy arrugada: "¡Cuidadito, amigo, cómo se le
vuelven a oír las cositas que dijo esta mañana!... ¡Le cuesta muy caro!".
Tales razones me
desconcertaron.
¡Amenazarme mi
padre! ¡Ponerme Frutos casi en entredicho! ¡Y precisamente cuando tenía tanto
qué consultarle! ¡Quedarme sin saber a qué atenerme en lo del pelo largo, en lo
del aceite!
Por tres días
rogué a Frutos que tan siquiera me dijera dos cositas, prometiéndola no decir
esta boca es mía. ¡Andróminas inútiles! No pude sonsacarle una palabra.
¡Qué malas! Y lo
peor era que eso que al principio no pasaba de un capricho me fue alborotando
con el obstáculo; que se tornó en deseo, en deseo apremioso, irresistible.
¡Ser brujo!...
¡Volar de noche por los techos, por la torre de la iglesia, por la
"región"!... ¿Qué mayor dicha? Qué tal cuando yo diga en casa:
"¿Qué m'encargan, que me voy esta noche pa Bogotá?". Y conteste mamá:
"Traéme manzanas". ¡Y que al momento vuelva yo con una gajo bien
lindo, acabadito de coger! ¡Y cuando me encumbre serenito, como un gallinazo,
tejado arriba!...
¡Sí! Yo tenía que
ser brujo; ¡era una necesidad! ¡Si hasta sentía aquí abajo la nostalgia del
aire! "¡Por la gran «pica»
-pensaba-, que aquí en casa me regañan y que Frutos ya no me cuenta nada, yo sabré qué hago! ¿Y al primero que se embrujó, quién le enseñó?... Yo siempre consigo aceite... manque sea de palma- christi... pero ese cuento del pelo largo, como las mujeres... ¡quién sabe!".
Aquí el rascarme
la cabeza.
Yo, que desde el
último amén del rezo hasta las seis dormía a pierna suelta, tuve entonces mis
ratos de velar. En la excitación del insomnio veía sublimidades facilísimas de
llevar a cabo: dos veces soñé que en apacible vuelo giraba y giraba, alto, muy
alto; que divisaba los pueblos, los campos, allá muy abajo, como dibujados en
un papel.
Pepe Ríos, hijo de
un señor que vivía vecino a nuestra casa, era un mi compinche; y al fin
determiné abrirme con él y comunicarle mis proyectos. En un principio no
pareció participar de mi entusiasmo, y me salió con el mismo cuento de que sí
había brujas, pero que no había que creer en ellas, lo que me hizo afianzar
más, viendo cuán de acuerdo estaba con Frutos. Pero le pinté la cosa con tal
fuego, que al fin hube de trasmitírselo.
Pepe no era de los
que se ahogan en poca agua: su inventiva todo lo allanó.
-¡Mirá! -me dijo-
Mañana qui hay salve en l'iglesia tengo que ir de monarcillo. Yo sé onde tiene
el sacristán guardao el aceite, cuando vaya a vestime le robo. Conseguite un
frasco bien bueno pa que lo llenemos.
-¿Y de pelo
qui'hacemos? -le repuse-. ¡Porque la gracia es que volemos bien altísimo!...
Bajito como los duendes... ¡pa qué!
-¡Eso sí qu'es lo
pilao! -exclamó Pepe-. Las muchachas de casa y mi máma se ponen pelo y se lo
robamos. Qué li'hace que no sea pelo de nosotros; ¡en siendo largo y que se
gulungué harto, con esu'hay!
"Este sí es
el muchacho -pensaba entre mí, mientras abría la boca pasmado-. ¡Hast'ai! ¡Qué
tal que si'ajuntara con Frutos!".
Al otro día, en
son de buscar un perico que dizque se nos había perdido, invadíamos Pepe y yo
las alcobas de las señoritas Ríos. Rebuja por aquí, ojea por más allá, dimos
con un espejo de gran cajón, y en éste una cata de cabellos de todos colores,
enredados y como en bucles unos, otros trenzados y asegurados con cáñamo, otros
lacios y flechudos, cuáles en ondas rizosas y bien pergeñadas, el cual
"pelerío" se hacinaba entre grasientas y desdentadas peinetas
desportilladas y horquillas nada bonitas y perfumadas. Un frasquito de tinta
colorada me tentó, y como fuese a echarle mano con mucha golosina, me dijo
Pepe:
-¡No lo cojás!
Esu'es las chapas de mi máma, y... ¡hasta nos mata!
¡Qué pocos pelos
le quedaron al cajón!
-¡Pero eso sí! -me
dijo al entregármelo-. ¡Escondé bien todo en tu casa, y que no vayan a güeler
nada! ¡Ve que vos sos muy cuentero!... Y si nos cogen... ¡Ni digás tampoco nada
de lo que vamos hacer!...
-¡Eh! ¡Vos si
crés! -repliquéle con gran solemnidad-. ¡Mirá que nu'hay ni riesgo que yo
cuente!...
Desde ese día se
nos vio juntos. Y nada que le agradaba a Frutos mi compañía con "ese
Caifás", como llamaba a Pepe.
Esa noche declaré
en casa que no me acostaría sino cuando se acostaran los grandes, porque iba a
cumplir diez años. Y así fue. Para distraer mis veladas me pasaba cerca a la
vela, volteando como una mariposa, quemando papeles o despavesando, lo que
incomodaba a Mariana, única que en casa me hacía oposición.
-¡Ah, mocoso!
-decía-. ¡Ya ni'an de noche nos dej'en paz!... ¡And'acostáte, sangripesao!
Mas yo me sentía,
entonces, tan gratamente preocupado, que sólo respondía a tales apóstrofes
sacándole la lengua y haciéndole "bizcos".
-¡Ah, muhán!
-gritaba Mariana-. ¡Que si papá no te da una tollina... yo sí te cojo!...
¡Peru'he de tener el gusto di'amasate!...
Aumento de
"bizcos".
Doña Rita, madre
de Pepe, asistía con sus hijas a la lotería que se jugaba en casa algunas
noches, y Pepe no faltaba; pero desde nuestra alianza dejaba éste las delicias
del apunte para irse conmigo. Así a nuestras anchas pudimos concertar el plan:
la elevación quedó fijada para el domingo siguiente por la noche.
¡Faltaban dos
días! ¡Qué expectación aquélla! Hasta la gana de comer se me quitó; hasta
Frutos, que en ésas le atacó la gota, se me olvidó.
"¡En qué
inguandias andarán!", decía con aire de mal agüero, cuando pasábamos cerca
de su cuarto.
Al fin ese domingo
tan deseado amaneció. Desde las doce ya estábamos en el solar de casa
apercibiéndonos para arreglar los cabellos. Un forro viejo de paraguas, que
pudimos arbitrar, nos sirvió para pergeñar sendos peluquines, que, como Dios
nos dio a entender, aseguramos con cera negra y con amarradijos de cabuya.
Terminada la
grande obra verificamos la prueba ante el espejo de Mariana, que fue sacado
clandestinamente. ¡Qué bien nos quedaban! ¡Cuán luengos nos caían los mechones!
Convinimos, no obstante, que, más que a brujos, nos parecíamos al "Grande
Hojarasquín del Monte".
Guardamos todo con
gran cuidado y nos salimos a la calle a disimular. Pero eso sí; devorados por
dentro.
Después de
angustiosa espera apareció por la noche Pepe con su madre; y no bien la lotería
se estableció... ¡como pajaritos para el solar!
Trabóse, entonces,
reñida disputa sobre cuál sería el punto adonde debíamos trepar para tender el
vuelo. Pepe decía que sobre el horno, que estaba en el corredor del solar; yo,
que sobre la tapia del corral, alegando que el horno no era bien alto, y que,
como estaba bajo tejado, se torcía el vuelo y no podíamos encumbrarnos. Al fin
nos decidimos por el chiquero, que reunía todas las condiciones. De él
volaríamos al "Alto de las Piedras", que domina el pueblo por el sur,
y del Alto a la "región". La elevación debía ser simultánea.
Aunque hacía luna
llevamos cabo de vela, y, encendido éste, principiamos en el comedor el
"brujístico" tocado. Colgados que fueron de un palo los vestidos de
dril, remangadas las camisas, tomamos sendas plumas de gallina y principió la
unción. ¡Válgame Dios! ¡Y qué efluvios los de aquel aceite!
Agotado el frasco
y luego que las coyunturas nos quedaron hechas un melote, nos colocamos la
rebujina de cabellos asegurados con barboquejo de cabuya.
Trémulos de
emoción salimos solar abajo, con la bizarría de acróbatas que salen al circo
saludando al público.
En lo más remoto
del solar, allá tras el movible follaje del platanar, al principiar un declive
que llamábamos "el rumbón", estaba el chiquero de recios palos y
techumbre de helecho; desaguaba por la pendiente aquélla, formando cauce de
negro y palúdico fango que fertilizaba los lulos, las tomateras, el barbasco,
allí nacidos espontáneamente.
Amenazantes por
demás fueron los gruñidos con que a manera de protesta nos recibió el cerdo,
cuando en tan desusadas horas vio invadidos sus dominios; pero nosotros
proseguimos impertérritos, haciendo caso omiso de tales roncas.
Adelantándomele a
Pepe no paré hasta poner el pie en el último travesaño. Allí, apoyado en uno de
los palos que sostienen el techo, cual otro Girardot con su bandera, me detuve
un segundo. ¡Mis ojos abarcaron la inmensidad!
Toda la fe que
atesoraba la gasté entonces, y, con voz precipitada, por temor de faltar al
precepto, con un resuello intempestivo, dije:
"¡No creo en
Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni
en Santa María!".
¡Y me lancé!
¡Cosa rara! En el
vértigo me pareció no volar hacia el Alto convenido. Sentí frío; no sé qué en
la cabeza, y... nada más.
Abrí los ojos.
Alguien que me cargaba tendióme en una tarima; algo como sangre sentí en la
cara; me miré: estaba casi desnudo y enlodado. Por el desorden de los muebles;
por las tablas y fichas de la lotería, dispersas por el suelo; por los regueros
de maíz; por el movimiento de alarma, sospeché lo que pasaba. Una ráfaga
glacial me heló el corazón; cerré los ojos para no verme, para no presenciar no
sé qué espantoso que iba a suceder.
-¡Toñito!
¡Antoñito! ¿Se aporrió? ¿Está herido? -preguntaban.
Sentí que me
tocaban, que me acercaban la vela.
-¡No es nada! ¡No
es nada!... -clamaban.
- ¡No fue nada...
es que está aturdido!
-¡Abra los
ojos!... ¡Antonio! ¡Antoñito!
-¡Cálmese!
¡Cálmese, mi siá Anita! ¡Nu'es nada!...
Un ruido como
chasquido de dientes me llegó al alma. ¡Abrí los ojos, y vi!... Mi madre estaba
tendida en una butaca, con los brazos rígidos, los puños contraídos y
apretados, la cara lívida, torcida hacia un lado; los ojos en blanco, la nariz
ensanchada como buscando aire; anhelaba gritar y se quedaba seca, agitada por
opresora convulsión; unas señoras la tenían, la rociaban, la friccionaban, la
hacían aspirar esencias. Mis hermanas lloraban.
Salté de la tarima
prorrumpiendo en gritos: "¡Mamita! ¡Mamita!".
-¡No tiene nada!
-vociferaron-. No tiene nada!
-¡No está ni
descompuesto!
-¡Cómo fue eso,
por Dios!... ¿Cómo se puso así?...
-Pero si se hirió
la cara!... Toñito, no se arrime... que está imposible.
Horrorizado fui a
huir.
Me atajaron en la
puerta con un platón de agua tibia; la cocinera me paró en medio del humeante
baño sin que yo tratara de hacer resistencia; quitóme la inmunda camisa, y así
hecho un Adán automático, principió el lavatorio ayudada de unas señoras.
-¡Eh! ¡Pero en qué
se cayó este niño, qu'esto no despega!
-dijo una.
-¡Si está apestao!
-replicó otra, tapándose las narices y haciendo extremos de asco.
-¡Traigan jabón, a
ver si esto sale!
Pronto la pelota
de jabón de la tierra corrida por hábil mano untó todo mi cuerpo.
-¡Pues mis
queridas! -exclamó la enjabonadora-. Esto es aceite de higuerillo, y no cosas
de chiquero.
-¡Pues verdá!
¡Pues verdá! -repitieron las demás.
-¡Eh! ¡Pero cómo
puede ser eso!
Del platón fuí
trasladado a la tarima, y me enjugaron con una colcha. Mariana, ya sosegada,
trajo camisa e iba a vestírmela cuando con gran tropel se llenó la pieza de
gente. Mi padre venía allí.
-¿Se mató?
-preguntó con voz que nunca le había oído.
Sin esperar
respuesta salió. No había transcurrido un segundo cuando volvió: traía una
soga.
-¡No le vaya a
pegar! -prorrumpen mujeriles voces.
-¡Pobrecito! -dice
la del jabón- Qué culpa tiene él!
-¡Es una
injusticia, papá!... ¡Véalo herido! -plañían las de casa.
Papá no atendió:
se acercó a mí; y, cogiéndome de un brazo con una mano, levantó con la otra un
extremo doble de la soga y dijo trémulo:
-¡Te he tolerado
todas las que has hecho; pero con ésta se llenó la medida!... ¡Tomá, vagamundo,
pa que aprendás!... -y la soga crujió en mis carnes.
Un grito como
aullido de animal resonó en la pieza: era Frutos que entraba.
-¡Mi Amito! ¡Mi
Amito! -gimió, tratando de cogerle la soga, e interponiéndose entre él y yo-.
¡Mi Amito, por Dios! ¡No le pegue, por los clavos de Cristo! -y se arrodilla;
le abraza las piernas, casi lo tumba-. ¡El no tiene culpa!... ¡No tiene!... ¡No
tiene!...
Mi padre la
rechaza; pero Frutos se pone en pie, y, saltando hacia mí, me envuelve en sus
faldas.
-¡Vieja bruja!
-grita él arrancándole el pañuelo y cogiéndola de las greñas-. ¡Largálo!... ¡O
te mato!... -la arrastra con una mano, mientras que con la otra me saca del
envoltorio.
-¡Quítenmela que
la mato! -vocifera con coraje.
Ella se endereza,
y, como un fardo, se va de espaldas contra el entablado suelo lanzando extraños
sonidos.
El entonces toma
la soga como la vez primera, y, contando, uno... dos... tres... hasta doce, va
asentando azotes sobre mi desnudo cuerpo, que se zarandea como maniquí colgado.
No lancé un ay,
¡yo que ponía los gritos en el cielo porque una mosca se me asentara!
Frutos seguía en
el suelo retorciéndose; de repente se levanta y torna a caer; en impúdica
rebujina se revuelca, haciendo apartar la gente y tropezando con los muebles;
algunos van a cogerla, y los rechaza a puñetazos, a patadas y mordiscos. Pudo,
entonces, articular con voz espantosa:
-¡Déjenme que
ahora mesmo me largo d'esta maldita casa!
Todos los hombres
la acometen, y, arremolinándose en apretada lucha en que se sentían
respiraciones de cansancio y traquear de huesos, logran sacarla al corredor.
En el desorden
pude verla y se me antojó no obstante mi amor a ella cosa diabólica. Estaba
desgreñada, con los ojos crecidos y sanguinolentos, echando espumarajos por la
boca.
El médico entra,
me examina; declara no haber fractura ni dislocación del hueso, ni cuerda
encaramada; tocóme el rasguño de la mejilla, sacó un instrumento, y sin dolor
extrajo del rasguño aquel la pequeña astilla de palo; me dio a tomar un
bebistrajo que tenía aguardiente; tomó una copa, puso en ella un papel
encendido, y, asentándomela en la espalda la fue corriendo, inflándome las
carnes en dolorosa tensión; manos femeniles empapadas en
aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y, por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua amarillenta.
aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y, por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua amarillenta.
Aún no habían
terminado estas faenas, cuando se oyeron pasos precipitados acompañados del
crujir de almidonadas faldas. Doña Rita apareció en la puerta: traía en las
manos uno de los peluquines de marras.
-¡Vengo muerta de
pena! -exclamó sofocada haciendo visajes-. ¡Allá le hice dar de Ríos una
cueriza a aquel bandido!... ¡Vean las cosas de estos diablos! -y exhibió la
peluca-. ¡Pues no estaban de brujos!...¡ Y esto fue lo que se pusieron en la
cabeza dizque pa volar! ¡Qué les parece: el pelo que teníamos pa la cabellera
de... Jesús Nazareno!...
Todos se agruparon
para examinar la cosa, prorrumpiendo en mil extremos de admiración. También el
doctor tomó el peluquín en las manos, riendo a carcajadas.
-¡Ave María,
dotor!... -siguió doña Rita- ¡Pues no ve! ¡Un milagro patente fue qu'estos
enemigos no si hubieran desnucao! ¡Qué le parece, dotor: ¡Y a aquel rumbón!...
¡La fortuna que cayó entr'el pantanero, y que s'enredo en una mata!... ¡Que si
no, tiesecito lo levantan del zanjón! Estábamos jugando la lotería muy a gusto;
¡mi acababa de cerrar por las tres pelotas, cuando, dotor!... oímos qui aquel
mío grita: "¡Corran qui'Antonio se mató!...". ¡Li'aseguro, dotor, que
me quedé muerta!... Corrieron todos con las velas... cuando a un rato nos lo
traen en guandos... con la mera camisita... ¡con porquería de chiquero hasta
los ojos!... ¡Chorriando sangre!... Muertecito... ¡Muertecito... mismamente! El
mío s'escapó, porque comu'es tan haragán, no si atrevió a volar primero. ¡Pero
qué le parece, dotor, que tuvieron cara, los indinos, d'empuercase todos con
aceite d'higuerillo que le robaron al sacristán!... ¡Dizqu'es preciso pa ser
brujos!... ¡Peru así bien untao... se chupó su buena cueriza! ¡No le digo! ¡Si
estos muchachos di hoy en día aprenden con el Patas!
-¡No es con el
Patas! -prorrumpe mi padre desde el cuarto vecino, saliendo a la escena- ¡No es
con él! ¡Este diablo de negra Frutos que ha tolerado Anita es la que los ha
metido en ésas! ¡Y no crean ustedes que este niño escapa; puede morir de las
consecuencias; el cimbronazo debió se horrible!...
-El peligro es muy
remoto y el caso no se presenta alarmante -repuso el esculapio-. Tanto es así,
que no he tenido que apelar a un tratamiento enérgico.
-Ojalá así sea...
-dijo mi padre-. ¡Pues sí! -agregó-. La maldita negra es la de todo. Desde que
me llamaron y supe que la caída había sido del chiquero, todo lo adiviné. ¡Ya
él se había chupado su regaño!
Contó, entonces,
lo del ensayo de vuelo por los corredores y lo de las palabra aquéllas.
Aclarado el
misterio llovieron las admiraciones y preguntas.
Estas pláticas me
sacaron del sonambulismo. Me sentí el hombre más desgraciado. "Qué li'hace
que me muera -me decía-. ¡Siempre que Frutos m'engaña con mentiras!... ¡Siempre
qu'es tan mala!... ¡Siempre que uno no puede volar!... Así como así, mamá se
murió -porque la creía muerta-. ¡Así como así, papá me ha pegado con rejo
delante de tanta gente!... Así como me han desnudado... Siempre que Pepe es tan
traicionero que contó...".
Sentíame como si
todos los resortes de mi alma se hubiesen roto: sin fe, sin ilusiones...
Cerraba bien los ojos para irme muriendo y descansar; pero no: tristezas
espantosas pasaban por mi cabeza. Exhalaba hondos suspiros.
Muy tarde, cuando
ya se había ido toda la gente, me dormí. ¡Más me valiera velar! Cosas horribles
y extravagantes estremecieron mi espíritu: veía a Frutos que volaba, que se
reía de mí, haciéndome contorsiones; oía que las campanas doblaban tristes...
muy tristes; en esa vaguedad de los sueños aspiraba el olor del ciprés, de
luces ardiendo, y veía a mi madre en un ataúd negro... muy negro. Luego estuve
en un pantano, sumergido hasta el pescuezo; quería salir, quería gritar, y no
podía.
Al fin, merced a
extraño impulso pude salir; lancé un grito y desperté temblando, con el cabello
parado y empapado en frío sudor. Había luz en la pieza; mi madre, teniéndome de
las manos, me sacudía.
-¡Toñito!...
¡Toñito!... -me gritaban.
-No si'asute
m'hijito; es una pesadilla.
-¡Mamá viva!
-pensé-. ¿Todavía estaré soñando?
Me tomó como a un
chiquitín, y estrechándome contra su pecho, me besó la frente y me dijo
llorando:
-¡No ve, m'hijo,
las cosas que hace para que papá lo castigue!... Y si se ha matado... ¡qué
había hecho yo!... -seguía llorando.
-¡Mamita
querida!... ¿Usté no si ha muerto? ¿Nu'es cierto que no?
-No, m'hijito; ¿no
ve qu'estoy aquí con usted? Eso fue que me dio la pataleta del susto... pero ya
estoy aliviada... Tóme otra vez la pócima que dejó el doctor; ¡está muy
sabrosa!...
¡Sí estaba viva!
Incorporeme para
recibir el vaso; mi padre estaba sentado al extremo de la cama.
¡También lloraba!
Me pasó la mano
por la frente, me tomó el pulso, y me dijo muy triste:
-¡Tiene mucha
fiebre!... ¡Pero mucha!
Fue a despertar al
doctor, que se había acostado en la pieza contigua; me dieron unas gotas en agua
azucarada.
Sosegué por
completo y lloré mucho; pero lloré con alegría.
Seis días estuve
en cama, oyendo a doña Rita y a las visitas los comentarios, ya cómicos, ya
tristes, de mi propia aventura. Por ellos supe que Frutos se había ido de casa
y que había mandado por los corotos. Esto que el día antes me hubiera
trastornado, me fue entonces indiferente.
Don Calixto
Muñetón, lumbrera del pueblo, que arengaba siempre en los veintes de julio y
cuando venía el obispo; que leía muchos libros y que compuso novena del Niño
Dios, vino también a visitarnos. Sin ser veinte de julio se dejó arrebatar de
la elocuencia a propósito de mi caída; disertó sobre las grandezas humanas
poniendo verdes a las gentes orgullosas; y, al fin se planta en pie, toma en su
siniestra su bastón de guayacán, levanta la diestra a la altura de su cara como
manecilla de imprenta, y como quien resume, se encara conmigo con aire
patético, y dice:
-Sí, mi amiguito:
todo el que quiere volar, como usted... ¡chupa!
TOMÁS CARRASQUILLA
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